jueves, 9 de octubre de 2008

La oración del Espíritu (Rom. 8, 26-27)

Más fuertes todavía que las esperanzas de la creación y del creyente son las del Espíritu. Pablo apela una vez más a nuestra experiencia cristiana. ¿Quién no conoce alguna vez horas de tristeza, de desánimo, de cansancio en el servicio de Dios? Todo se sumerge en el silencio. ¡Oh ese silencio de Dios, esa alma sin eco, esa impresión de vacío! Pero entonces es precisamente cuando “el Espíritu acude en auxilio de nuestra debilidad: nosotros no sabemos a ciencia cierta lo que debemos pedir, pero el Espíritu en persona intercede por nosotros con gemidos sin palabras” (Rom. 8, 26-27). Curiosa teología, dirían algunos. Sin embargo, una vez más, son los místicos quienes tienen la razón. El Espíritu levanta el peso de tristeza bajo la cual nos sentimos hundidos; pone en nuestros labios y en nuestro corazón su plegaria solemne ante la majestad divina; reza en nosotros haciendo rezar tal como él mismo gime: “porque nos hace gemir” (san Agustín). El Espíritu es en nosotros una fuerza de aspiración a la libertad. Su oración suplicante es un aspecto de este alumbramiento. Brota de nuestra propia miseria, a saber, de nuestras impotencias en todos los terrenos, y esta miseria nace del misterio que tiene sólo en Dios su solución oculta. En plena noche de la fe, el creyente no tiene más recurso que abandonarse a las olas profundas del Espíritu que lo recogerán, lo elevarán y lo llevarán hasta Dios, a través de “gemidos sin palabras”. Fuente primera de nuestras aspiraciones, de nuestro dolor y de nuestra esperanza, eso es ciertamente el Espíritu que posee y transfigura nuestro espíritu. Sentirse en relación con el Espíritu de Cristo, ¿no es eso la experiencia cristiana?
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Amédée Brunot
Los escritos de san Pablo
Cartas a las jóvenes comunidades
Editorial Verbo Divino

1 comentario:

Anónimo dijo...

Fuerte narracion de lo que el Espiritu hace en nuestras vidas, acercandonos mas a Dios y de como fortalece nuestra oracion.


ETELVINA